Georges Remi (Hergé) nació en Bruselas, el 22 de mayo de 1907, y murió setenta y seis años después en la misma ciudad, el 3 de marzo de 1983. Se nos echa encima su centenario y ya el Centro Pompidou ha inaugurado el miércoles una amplia exposición de su obra, que se clausurará el 23 de abril. Hergé fue, sobra decirlo, el padre de Tintín. En la España franquista, Tintín definía una frontera social: los niños del pueblo no leían a Tintín, monopolio de los hijos de la burguesía. Sus aventuras no se encontraban en los quioscos. Los álbumes de la benemérita editorial Juventud eran todavía un producto de lujo expendido por las librerías. Luego, sus lectores crecieron, se hicieron progres y abogados laboralistas y dieron en pensar, con razón, que Tintín lo tenía todo para representar la perfecta Bildung de derechas. Muchos de ellos quemaron su colección y se interesaron por los tebeos que leyó el proletariado de su tiempo. Descubrieron así a Roberto Alcázar y al Pedrín de ¡ostras, Pedrín!, un Tintín español sin copete y con una porra de plomo en un bolsillo y un frasco de aceite de ricino en el otro.
El primer traductor español de Tintín fue un vasco. Un bilbaíno unamuniano, católico, liberal y federalista. A José Miguel de Azaola se deben, entre otros felices hallazgos, los nombres de Hernández y Fernández para los detectives belgas Dupondt, esa pareja de mellizos autistas que visten como Charlot (según Pierre Assouline, el gran biógrafo de Hergé, las películas de Charles Chaplin fueron para aquél una fuente inagotable de inspiración). No pecó Hergé de original: a Tintín se le han encontrado muchos modelos, desde las ilustraciones de Doré a Riquete el del Copete de Perrault hasta la Bécassine de Pinchon y Caumery, pasando por su antecesor innegable, Tintin-Lutin, de Benjamin Rabier, el creador del pato amarillo Gedeón. Sus aventuras están llenas de tópicos absurdos. Tiene que poner un yeti en el Tibet y un culto solar incaico de sacrificios humanos en los Andes. Recurre sin pudor a los gags del cine mudo: resbalones en el suelo encerado, choques contra farolas y palmeras, empuñaduras de bastones que se enganchan en cualquier saliente. Pero Tintín no es un tontín. Sabe que existe la maldad sin motivo y que hay enemigos tenaces e irreducibles, lo que, a estas alturas, es más de lo que se puede esperar de bastantes políticos. De ahí que, en situaciones desesperadas, convenga repetir como jaculatoria un endecasílabo épico (todos los suyos lo son) de Luis Alberto de Cuenca: «Defiéndenos, Tintín, que nos atacan».
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